El lugar es Viena, y la época es el s.XIX. La capital del Imperio Austro-Húngaro, bajo el influjo de canciller Metternich y con más de medio millón de habitantes era una de las ciudades más florecientes del mundo. Sin embargo, una amenaza invisible amenazaba la vida de los vieneses, y era especialmente cruel con sus mujeres.
El Hospital General de Viena contaba con dos clínicas ginecológicas, donde las mujeres de las clases medias y bajas acudían a dar a luz (las mujeres de la alta sociedad preferían alumbrar en casa). La Primera Clínica era atendida por médicos y estudiantes y la Segunda Clínica por comadronas y alumnas. Todo el mundo prefería que les atendieran en la Segunda, desesperadamente. Aunque en ambas clínicas las mortalidad materna era alta, en la Primera era de niveles catastróficos, según èpocas, cerca del 20% de mujeres morían allí al dar a luz, una de cada cinco, casi todas de un mal conocido como fiebre puerperal. La situación, muy comentada en toda Viena, hacía que cuando una mujer era asignada a esa Clínica, lo tomara como una sentencia de muerte, y en muchos casos prefiriera dar a luz en la calle sin asistencia a arriesgarse a pasar por el trance de dar a luz en la Primera Clínica.
Los médicos no podían dar con la solución al problema, pensando que la causa de la alta mortalidad tenía su origen en cosas como la vergüenza que sentían las mujeres al dar a luz delante de los estudiantes o en depresiones provocadas por la mala fama que tenía el lugar, lo cierto es que la fiebre puerperal o fiebre del parto, seguía costando muchas vidas cada año y nadie era capaz de encontrar una solución. Tuvo que ser un médico húngaro, Ignac Semmelweis, el primero en combatir este mal y afrontarlo desde una perspectiva moderna y racional. Semmelweis fue nombrado asistente de obstetricia en 1847, tres años después de graduarse en la misma ciudad de Viena, a la que acudió para ser abogado pero en la que descubrió su vocación tras presenciar una autopsia.
Lo primero que le llamó la atención fue la diferencia entre la mortalidad de la Primera y Segunda Clínicas, aunque no pudo hacer nada por cambiarlas hasta que un colega suyo murió tras cortarse con un bisturí durante una autopsia. Este médico desarrolló los mismos síntomas de la fiebre perperal que con tanta virulencia atacaba a las mujeres. Y Semmelweis empezó a unir puntos, la mortalidad era muy superior en la clínica en la asistían los médicos a las pacientes en vez de las comadronas, los mismos médicos que realizaban autopsias, y un compañero suyo acababa de morir tras cortarse durante una de ellas…
La mente de Semmelweis se puso a trabajar y pensó en una teoría, debía de haber algo en los cadáveres, algo invisible o muy pequeño que era capaz de transmitirse por contacto y causaba las terribles fiebres. A partir de este momento, se concentró en la creación de un protocolo para aislar a sus pacientes, fue convenciendo a los demás médicos de la necesidad de utilizar jabones y lavar el instrumental. Tras aplicar estos cambios, la mortalidad en la Primera Clínica pasó de unos niveles cercanos al 20% a sólo un 2%.
Gracias a sus protocolos de desinfección, Semmelweis salvó la vida a muchas personas, pero nunca fue admirado como un héroe por sus contemporáneos, al contrario, se enemistó con muchos de sus colegas de profesión que consideraron sus prácticas denigrantes, recordemos, en una época anterior a los descubrimientos de Pasteur que relacionaban los microorganismos con las enfermedades. Su fuerte carácter tampocó ayudó, ya que llegó a llamar asesinos a sus colegas que se negaban a aplicar sus sencillas técnicas como lavarse las manos. Eventualmente reresó a su Hungría natal donde logró aplicar sus teorías con el mismó éxito, sin embargo, la lucha con sus compañeros y la cantidad de muertes que se podían haber evitado fueron afectando a su salud tanto física como mental, y no fue hasta después de su fallecimiento, en 1865, que su trabajo fue universalmente reconocido.